El don de Lenguas - Chús Villarroel, O.P

         Es una oración de descanso. El hecho de no utilizar vocablos ni componer frases racionales, ni pedir algo concreto te hace la oración muy descansada. Tu corazón puede funcionar sin tu mente. Por eso, en momentos en que estés cansado o agobiado y no seas capaz de orar piensa que tu oración es el corazón. Tu oración es tu deseo, tu esperanza, tu anhelo más profundo. Esto es lo que te define aunque no puedas formularlo en frases hechas. El Espíritu Santo motiva tu corazón sin cansarte, sin obligarte, lo tienes ahí dentro, te basta un gemido en lenguas.

          Una de las genialidades de Santo Tomás de Aquino es haber colocado la esperanza en la voluntad. No la colocó ni en la inteligencia, ni en la memoria ni en la imaginación sino en la voluntad, sede del deseo y del querer.  Lo propio de la voluntad no es entender sino amar, desear y esperar. El corazón, es decir, la voluntad, tiene razones que la razón no conoce. Lo suyo es desear el bien, la felicidad, todo lo que es amable y nos da alegría. La voluntad como potencia humana es redimida y sanada en sus quereres por la esperanza teologal que la conduce hacia Dios, hacia la vida eterna. La voluntad, rescatada y ungida por la esperanza, quiere amar y desear sin retorno; desea alimentarse de vida eterna. Es la sede del don de la esperanza y con ello se hace deseo eterno. Ella es la que nos da ganas de Dios y la alegría de ocuparnos en sus cosas.

         El concepto, el raciocinio, la inteligencia lógica de las cosas va por otro camino; no pertenece a la voluntad sino al entendimiento. La oración en lenguas pertenece a la dimensión de la voluntad y de la esperanza, en ella no funciona la lógica del conocimiento sino del deseo. Cuando oramos en lenguas no nos interesa conocer a Dios mejor ni profundizar en sus atributos, sino unirnos más a él, sentir su gracia, experimentarle como nuestro amor más hondo.

      Esta capacidad es propia de todo hombre. No todos pueden formular y conceptualizar la realidad pero si pueden desear, esperar y amar. En todo hombre hay semillas y nostalgias hondas del bien y de la felicidad. Todo hombre ora en lenguas en algún sentido, ya que todos gemimos y deseamos desde lo más profundo. Esta raíz habita en el fondo de nuestra naturaleza, es más honda que el nivel psicológico porque llega hasta el metafísico. Sin embargo, en la mayoría de las personas no están iluminadas estas profundidades, no saben expresarlas, a veces tratan incluso de sofocarlas porque sólo cultivan el nivel racional.

           La oración en lenguas, como la fe y la esperanza, es un acto sobrenatural. Su entidad no es gutural ni siquiera física sino que nos es dada por el Espíritu Santo. Orar, pues, en lenguas, es un orar de cielo, un orar que pertenece a la otra orilla. En el Apocalipsis cuando se nos habla de la alabanza eterna se compara al ruido de grandes aguas, al fragor de un gran trueno: El ruido que venía del cielo, era el cántico de los redimidos y se parecía al estruendo de grandes aguas o el fragor de un gran trueno. Ese ruido era como de citaristas que tocaran sus cítaras. Cantaban un cántico nuevo que nadie podía aprender fuera de los rescatados y redimidos (Ap. 14, 2-4).

         Los que podemos orar en lenguas somos seres privilegiados ya que sin perder ni disminuir ninguno de los dones naturales, nuestra naturaleza queda iluminada por el don. Es más, lo expresamos con gemidos inefables. Colocamos en su sitio los deseos y nostalgias humanas que debemos valorar y cultivar. Todo lo que arrastren de pecado, incluso lo trasmitido por generaciones anteriores, queda sanado por la esperanza teologal. Finalmente esta esperanza nos eleva hasta los confines del más allá que expresamos desde lo más hondo con gemidos inenarrables. La oración en lenguas tiene vibraciones de nueva creación.

          Sin oración en lenguas la esperanza queda muda. Desea pero no grita. ¿Qué hombre al que el deseo le acucie en lo más hondo deja de gritar? Lo vemos hasta en los animales que rugen y pían desde su más profundo, suspirando por su alimento y su satisfacción. El cristianismo, ahogado por el concepto y el dogma, ha reprimido los gemidos más nobles que puede emitir el alma del que es gratuitamente amado. Los que podemos hacerlo, sigamos haciéndolo, esperando el día en que los tabúes, los ridículos y sobre todo los corsés legales y teológicos desaparezcan y reviente una nueva primavera de oración en la Iglesia.  

21/04/2013



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